Una tarde de aburrimiento
¡Vaya! Como escritor no te mantienes, porque nadie paga por leer lo que escribes; pero si una virtud tienes, es que eres necio y tú sigues pegado como sanguijuela a ese teclado con el que tienes un maleficio manifiesto. Ni él se irá de tu escritorio, ni tú podrás dormir si al menos no has escrito unas veinticinco páginas; porque tu mente da vueltas como tiovivo descompuesto y bota ideas y palabras de lo más disímbolo.
Hoy te pusiste a pensar que escribir no es más que saber dónde van los acentos, y esa idea a mí me pareció absurda. Tú argumentas te que si eso lo sabes, tus escritos adquieren un ritmo y que los acentos son los que definen la prosa.
Estás loco. Loco de remate y desvarías. Cómo puede ser que los acentos definan a un escritor si hay idiomas que ni acentos tienen.
¡Ajá! Ahí precisamente está el meollo del asunto. Pues un buen escritor oye dentro de sí una voz interior que le dicta dónde van los acentos, aunque en su idioma no los haya. Y en realidad cuando escribe no hace otra cosa que ligar un acento con el siguiente y cuando se da cuenta... ¡Cataplum! Su libro está terminado.
Entonces yo me puse a meditar si era necesario explicarles a los otros, cuáles son mis secretos para escribir un buen libro, porque además de ese, había otros no menos importantes. Llegué a la conclusión que no era necesario porque me crerían loco y menospreciarían mi trabajo. Así que me puse a terminar de escribir mi quinto libro, ese que se llama Bruma, ese que comienza así:
Hoy amaneció con bruma. Pareciera que habitaba en una
ciudad fantasma. Los árboles apenas dejaban entrever sus siluetas y el viento
se había recogido más allá de las montañas.
Salí a caminar por la avenida avanzando lentamente en
dirección contraria a la de la brisa, con un andar pesado como si calzara zapatos
de plomo, o con adhesivo. Despegar un pie del suelo, levantarlo, avanzar y
dejarlo caer para plantarlo otra vez en el pavimento, era una verdadera proeza;
además de que la gabardina y el suéter abajo parecieran haber estado hechos de
otro material diferente a la piel o al algodón, porque la niebla traía consigo
un ligero rocío que se adhería a la gabardina, al sweater, al gorro; como si éstos
la atrajeran irremediablemente.
Fue una caminata de horas, deambulando por las calles
vecinas a la playa. El mar pasaba desapercibido al cruzar por las bocacalles; perdido,
o escondido, quizá, entre ese vapor frío, denso, grisáceo, al que se parece la
bruma.
En la parte más lejana de mi caminata me senté en una
banca, con los descansabrazos, las patas y el respaldo hechos de hierro colado,
y con viejas y débiles tiras de madera en el asiento que se quejaron al
sentarme. Estaba perdida entre la bruma como si fuera una banca fantasma, de una
ciudad fantasma. De no haber sido por la melodía que tocaba en mi celular hubiera
dicho que yo también estaba muerto, muerto de verdad, y también de frío. Pero
no, estaba vivo; levemente vivo. Un mínimo halo de aire blanco salía por mi boca
como si fuera humo de un cigarrillo; recordaba con claridad que ese día en
particular, el trabajo estuvo más que pesado y la agenda apretada de reuniones;
y que además, el día anterior había salido de viaje a una ciudad cercana que gastó
todo mi capital de tiempo libre; algo así como una excursión en compañía de desconocidos,
en que la mayor parte del trayecto todos permanecieron arrinconados en sus
asientos del pequeño autobús rentado, como si tuvieran temor unos de otros, o
al menos indiferencia de lo que fuesen sus vidas, sus sueños. Recuerdo que
camino de regreso a la oficina, algunos se atrevieron a irrumpir en los
pensamientos de sus vecinos para intentar pláticas aisladas; y así, poco a poco,
fueron recuperando identidades. Otros, como yo, permanecimos en modo silente,
todavía desamarrando las sombras del camino en miradas perdidas a través de las
ventanas empañadas por el frío, ensimismados en resolver cuestiones banales.
Esa era la mejor prueba de que estaba vivo.
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