El chofer del Diablo
No sé cómo comencé ese trabajo, u oficio si se pudiera
decir.
Fue una mañana en que no cerré los ojos por estar pegado a ocho
o diez botellas de alcohol de diferentes licores fuertes, discutiendo tonterías
en compañía de gente de la peor calaña. Unos eran asesinos confesos, otros
narcotraficantes sin escrúpulos cuando se trataba de defender un territorio o
de asegurar una venta, un envío; otras, mujeres de la vida galante y hasta un
enano mal hecho que tocaba un pandero. Lo cierto es que al despuntar el día,
todavía con la oscuridad de la noche, me salí de esa cantina, que era más bien una
escondida pocilga de mala muerte.
Al cruzar el umbral trastabillé con una caja vacía de refrescos
mal puesta y casi me rompo la cresta y me corto la cara con uno de los pedazos
de vidrio que botaron. Por fortuna sólo me golpee el labio al morderme con los
dientes y el filo de la banqueta; la sangre caliente me recordó que ya era de
día, y me hizo ver que estaba completamente borracho.
Al levantarme, un andrajoso de barba rala y desaliñada, recargado
en un Aston Martin dorado —Un Aston Martín dorado. ¡Qué estupidez!—; mirándome
lastimosamente me dijo: Te contrato como chofer por tres días. Si cumples te
daré por un mes los dólares que quieras, todo el vino del mundo y mujeres
despampanantes que creerías que no existen, veinte por cada noche que tomes el
volante de este auto.
¡Claro que no le creí! Estaba borracho, pero no pendejo. ¿Cómo
podría un homeless en deplorable estado tener un auto así y ofrecerme las
perlas de la vida? Insistió dándome una llave que evidentemente era de oro. La
tomé, oprimí un botón y la puerta se abrió. Entonces dentro de mi borrachera
alcancé a asentir con un repetitivo movimiento de cuello, abriéndole la puerta
trasera para que él entrara.
El Aston tenía una pequeña cantina con las botellas más caras
que había visto en mi maltrecha vida. El andrajoso comenzó a servirse una copa
y me pasó una a medio llenar estirando la mano. El trago me devolvió el aliento
y me asenté a gusto tomando el volante como un profesional; no en vano había
sido ayudante en una pista de carreras, donde me corrieron por deshacer contra
un poste un prototipo exclusivo. Aceleré y nos alejamos haciendo rechinar las
gomas en el pavimento.
Por tres días fui su
chofer y atestigüé las peores maldades que comete el ser humano. En realidad,
el diablo no los persuadía de cometer atrocidades, asesinatos o violaciones,
simplemente se presentaba cuando ya estaban sucediendo y sin que lo vieran se
acercaba y los incitaba a ser más desalmados, a golpear sin misericordia.
A los tres días cumplió su palabra y me dejó libre. Por un mes
gocé de placeres inimaginables rodeado de chicas, de amigos que crecían como
hongos en las cantinas o en restaurantes exclusivos, mi cartera era
interminable y le botaban los billetes verdes de quinientos dólares cada vez
que tomaba de ella un buen fajo.
Al mes todo desapareció. Yo ese día regresé a mi vida de
borracho, a la misma pocilga, y a tomar con hombres y mujeres de la peor
calaña. A la mañana siguiente, trastabillando, me volví a encontrar al mismo
andrajoso; esta vez recargado en un Maserati color plata. Dentro de mi cabeza
oí que me dijo. Quiero que seas mi chofer por una semana. Esta vez me negué
moviendo ligeramente mi cabeza de lado a lado.
Lo único que sentí fue un fuerte puñetazo en la cara que me
aventó de bruces en la acera.
Limpiándome la sangre de los dientes con el puño derecho, sólo
alcancé a ver que se subía al auto y derrapando las llantas se alejó en un
instante. Yo me quedé trabado de rabia y solamente balbucí: ¡Maldito...!
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