Empiezo a escribir otro libro...
Siempre
es así.
Me
despierto de pronto a las tres o cuatro y media de la mañana... Pero no me
despierto. Algo me despierta: Una inquietud, un desasosiego, una preocupación,
un diálogo que escucho en sueños. Algo, algo, algo.
Me
jala las sábanas, me tira de los cabellos, abre mis párpados y casi me empuja
fuera de la cama. Ya entonces obedezco a regañadientes y me quito la pijama, me
visto... Voy y tomo mi cuaderno de notas, el que siempre está sobre la mesa que
queda cerca de la cama, prendo la luz, y me pongo a escribir el inicio de un escrito que no sé en qué se convertirá... Quizás en un cuento, en una novela.
Ya
dije que ahora trabajo de lavaloza en un restaurante japonés muy afamado... Por
lo que este nuevo libro será el escenario de un enamoramiento con todos esos
acontecimientos que suceden dentro de la cocina, en el recibidor,
en las mesas, donde decenas de personas cada día entremezclan
sus vidas... ríen, lloran, discuten, se alegran, y sin darse cuenta participan en el teatro de la vida.
Konohanatei
El
Konohanatei no existe
Pero
si cierras los ojos, lo encontrarás.
Debí
de haber estado sentado en esa silla del Konohanatei precisamente a las 6:46 de
la tarde para que yo te encontrara. Pudo ser un poco antes, pero no mucho
después.
Llegué
cansado de la oficina. Durante el día hubo múltiples reuniones y un brunch de
trabajo al puro estilo americano, donde con pizza en mano y una gaseosa o un
humeante café, repasamos junto con el grupo directivo de la empresa las
alternativas para presentar una propuesta a las comunicaciones satelitales del
gobierno, además de varias soluciones de enlaces que en su conjunto nos harían
ganar un capital importante.
No
me pude deshacer de pendientes, correos por responder y llamadas, hasta un poco
más de las seis de la tarde, por lo que corriendo sólo tomé mi maletín, me
aflojé la corbata y con el saco bajo el brazo me dirigí al estacionamiento
donde me alcanzó Marytere, mi secre, para recordarme del compromiso de desayuno
para el día siguiente con unos proveedores europeos.
Saqué
las llaves de mi maletín y abrí la portezuela del auto para aventar en el
asiento contiguo el maletín y el saco.
Mi
escape al Konohanatei uno o dos días por semana, según lo permitiera la agenda,
era el único remanso de paz que me permitía de lunes a viernes, porque mi hoja
de citas siempre estaba atestada de reuniones y llamadas por teléfono, o de
esas teleconferencias grupales donde participas como para que vean que estás
ahí, que aportas algo, aunque en realidad no aportes ni una miserable coma.
Por
la hora de ese día y por ser entre semana, el restaurante estaba medio vacío,
sólo había una pareja de jóvenes que destilaban amor cursi por los poros y que
sus miradas empalagosas eran casi ofensivas para los demás clientes. Noté que
constantemente se tomaban de las manos y que ella ponía un bocado de postre en
su cucharita para que él lo engullera, riéndose ella con una sonrisita infantil
y sosa; en otra mesa una familia japonesa con dos niños estaba perdida en ese
espacio que tienen las mangas, por lo que no estaba ahí; los dos niños y sus
papás deambulaban por los recovecos de esas historias increíbles, donde los
nipones son unos verdaderos maestros de la ficción en dibujitos del anime;
La historia sigue y sigue... Ya voy en la página sesenta, pero aún no logro hilar una historia coherente y convincente. Sé que este es el trabajo de quien escribe, perderse en el laberinto de las ideas que necesitan palabras para interesar, y más que eso, para enamorar.
Comentarios
Publicar un comentario