Bruma I
Hoy atardeció con bruma. Pareciera que habitaba en una ciudad fantasma. Los árboles
apenas dejaban entrever sus siluetas y el viento se había recogido más allá de
las montañas.
Salí a caminar por la avenida avanzando lentamente en
dirección contraria a la de la brisa, con un andar pesado como si calzara
zapatos de plomo, o con adhesivo. Despegar un pie del suelo, levantarlo,
avanzar y dejarlo caer para plantarlo otra vez en el pavimento, era una verdadera
proeza; además de que la gabardina y el suéter abajo parecieran haber estado
hechos de otro material diferente a la piel o al algodón, porque la niebla
traía consigo un ligero rocío que se adhería a la gabardina, al sweater, al
gorro; como si éstos la atrajeran irremediablemente.
Fue una caminata de horas, deambulando por las calles
vecinas a la playa. El mar pasaba desapercibido al cruzar por las bocacalles;
perdido, o escondido, quizá, entre ese vapor frío, denso, grisáceo, al que se
parece la bruma.
En la parte más lejana de mi caminata me senté en una
banca, con los descansabrazos, las patas y el respaldo hechos de hierro colado,
y con viejas y débiles tiras de madera en el asiento que se quejaron al
sentarme. Estaba perdida entre la bruma como si fuera una banca fantasma, de una
ciudad fantasma. De no haber sido por la melodía que tocaba en mi celular hubiera
dicho que yo también estaba muerto, muerto de verdad, y también de frío. Pero
no, estaba vivo; levemente vivo. Un mínimo halo de aire blanco salía por mi
boca como si fuera humo de un cigarrillo; recordaba con claridad que ese día en
particular, el trabajo estuvo más que pesado y la agenda apretada de reuniones;
y que además, el día anterior había salido de viaje a una ciudad cercana que
gastó todo mi capital de tiempo libre; algo así como una excursión en compañía
de desconocidos, en que la mayor parte del trayecto todos permanecieron
arrinconados en sus asientos del pequeño autobús rentado, como si tuvieran temor
unos de otros, o al menos indiferencia de lo que fuesen sus vidas, sus sueños. Recuerdo
que camino de regreso a la oficina, algunos se atrevieron a irrumpir en los
pensamientos de sus vecinos para intentar pláticas aisladas; y así, poco a poco,
fueron recuperando identidades. Otros, como yo, permanecimos en modo silente,
todavía desamarrando las sombras del camino en miradas perdidas a través de las
ventanas empañadas por el frío, ensimismados en resolver cuestiones banales.
Esa era la mejor prueba de que estaba vivo.
Regresé a esa banca de ese viaje relámpago de mi karma
por lo que fue parte de la semana. Miré hacia un lado, y no identifiqué ningún
movimiento entre la bruma, ni siquiera un destello diferente de los faroles que
se sucedían uno tras otro marcando el camino del retorno. Volteé después hacia
el lado opuesto. Te busqué con la mirada, como el que revuelve ropa usada en un
baúl viejo, sacando una a una prendas, esperando verte salir de pronto de entre
las sombras de la calle. “No, todavía no”. Me dije. “Quizás se retrasó el autobús,
o quizás se te olvidó el paraguas, o estuviste a la espera en la estación del
tren a que el mal tiempo menguara”. Yo te seguí esperando como lo hacía antes,
hace años, como la última vez que nos vimos hace nueve inviernos
exactamente.
Supuse que tú seguiste viviendo en la misma ciudad, yo
me fui a vivir por un tiempo a una ciudad en el extremo más al norte de la
costa Este para un proyecto importante después de uno de nuestros rompimientos,
el último; yo regresé para varios viajes relámpago, que de cualquier manera de
nada hubiera servido que hubiesen sido largos, porque enseguida que dejé la
ciudad, tú te cambiaste de domicilio —lo supe en el primer viaje, cinco semanas
después al encontrar tu departamento vacío—, y al darme cuenta que tu número de
celular ya tenía otro destinatario.
Estaba separado de ti, de tu entorno en Los Angeles
por más de cinco horas de viaje en avión. Boston estaba en el otro extremo.
Era innegable que Los Angeles
era tu ciudad, aquí creciste, las calles y sus suburbios te eran familiares,
así como todas sus playas, desde Malibu hasta Palos Verdes. Yo era del otro
extremo, de una ciudad mediana en los suburbios de Boston; y sólo porque a mi
padre le ofrecieron un puesto mejor unos tres años o cuatro años antes de que
te conociera, fue que todos, mis papás, mi hermana y yo nos avecinamos en
Torrance, en uno de sus barrios con calles de subidas y bajadas, llenos de
prados verdes y de flores, a escasos dos o tres kilómetros de la orilla del
mar.
Te busqué por aquí y por allá en
los lugares comunes sin encontrarte y sin tener ni una pista de tu paradero. Supuse
que te cambiaste de lugar para que yo no te ubicara; quizás te fuiste a vivir a
San Luis Obispo, una pequeña ciudad al norte de Santa Barbara, donde naciste y
pasaste parte de tu infancia; o a Oxnard, entre Santa Barbara y LA, cerca de la
casa de tus tías. O quizás muy lejos, a una de esas ciudades cerca de Canadá,
en la costa Oeste.
Buscarte en cualquier lugar de esos hubiera sido como
tratar de encontrar una aguja con herrumbre en un pajar. Traté, pero no pude
ubicarte. Entonces, después de varios meses perdí toda esperanza de
encontrarte. Entendí que quien quiere desaparecer simplemente desaparece, y por
más que le busques nunca lo encontrarás, porque el mundo es muy basto y
tiene infinidad de sitios a donde irse y así puedes cambiar completamente de ciudad y no necesitas
esconderte; y el que quiere que se le encuentre no necesita hacer más que
decir: Ya llegué. Aquí estoy.
Para mí, la vida siguió más o menos igual, y a ese
proyecto le siguieron otros, uno tras otro, encadenados, y me enfrasqué, me vi
envuelto en un alud de trabajo y de viajes del que sólo podía salir a respirar
unas cuantas horas al final de la semana. Así fue que pasaron uno a uno
esos nueve años. Nueve fueron muchos, se me hicieron una eternidad. Sólo hasta hace unos días la casualidad,
o la fortuna, quiso que en un café de esquina me topara con Lindsay al venir a
esta ciudad, después de ocho años, tan llena de recuerdos tuyos a terminar una
obra de remodelación por unos cuantos meses.
Lindsay, tu amiga entrañable, la más íntima, que
después se convirtió también en mía, aunque únicamente fuera por corresponder
contigo; a la que disimuladamente —según yo—, le pedí tus coordenadas, después
de varias llamadas que intenté parecieran casuales.
De nada sirvió disimular o fingir desinterés u olvido,
porque ella detectó mi ansia de inmediato. Su respuesta fue simple, que yo sentí
cortante: «¿Para qué?» —dijo—. Para añadir luego: «Deja la contacto y después te
digo».
Me seguí esperándote, en esta cita arreglada por
alguien de por medio como se hacía antes. En realidad no estaba solo; estaba yo
y la banca, que me hacía compañía con mis recuerdos, sin que estos últimos
contaran, porque eran lejanos y estaban envueltos en un halo parecido a la
niebla o al olvido. Recargué suavemente la mano en el respaldo de la banca, deslizándola
poco a poco con un movimiento tímido, como si ya hubieras llegado. Estaba
helado como si estuviera hecho de un bloque de hielo. Aun así, la dejé
extendida, la arqueé ligeramente como si te estuviera abrazando. Volteé mi
cabeza para acariciar con cariño el lóbulo de tu oreja, como cuando estabas
conmigo. Me arreglé el gorro con la otra mano, detuve la música del cel,
guardando los audífonos junto con éste en la bolsa de la gabardina.
Miré hacia el mar, recordando las veces que estuvimos
juntos, quizás en esta misma banca o quizás en una de las dos de al lado; pero
aquí, en este mismo sitio. Mi mano en la misma posición y en la misma forma, tocando
apenas las puntas de tu pelo, jugando con ellas. Aunque a diferencia de ahora,
las más fueron tardes de viento tibio, un tanto frío, nubladas las más de las
veces.
Recordé cuando te esperaba a la salida de tu trabajo, en esa época en
una boutique de lencería fina, la más de ella importada de Europa, y en
particular de Francia. Lo hacías para ayudarte en tus estudios; estaba apenas a
unas cuadras arriba de la playa sobre Manhattan Beach Boulevard, en dirección a la ciudad, bajando
al lado derecho, pegada a una tienda de artículos de surfing y a un restaurante
en esquina que por las tardes estaba abarrotado por jóvenes como tú y yo que
iban a chelear con papas y hamburguesas a un lado. Tú, terminando de trabajar, me encontrabas
por lo regular en el parque del cruce de Morningside Drive y Gould Avenue, a unas
cuantas cuadras de la tienda de lencería, leyendo tranquilo debajo de un
fresno.
—¿No quieres otro
pedazo de baguette?
—No gracias. Estoy
superllena, y aparte tengo que conservar la línea. Siempre me lo estás
diciendo... ¿Nooo?
—Entonces deja todo
ahí, o tíralo a la basura y vámonos a caminar por la orilla de la playa.
—Bueno… La última mordida y se va al bote.
—¡Corre! Date prisa, aprovechemos
que la playa quedó ya casi desierta…
Me alcanzaste y te prendiste de
mi mano —sentí el calor de ella, y como ese calor de pronto se metía por entre
mis venas y se convertía en alegría—, riéndote de tontas ocurrencias mías.
Seguimos así, caminando hasta que se hizo noche.
Pero aún no llegas. Sí, aquí quedamos; por así
decirlo, porque eso es lo que le dije claramente a Lindsay: Que te esperaría en
la misma banca de aquel día que seguro bien recuerdas; de esa vez que después
del paseo por la playa te acompañé a tu departamento en que yo por iniciativa propia
me invité a pasar; y tú, alzando ligeramente los hombros, solamente replicaste:
«Bueno... ». La primera de muchas de aquel verano en que te conocí. La misma
banca de nuestras citas sin dirección y sin destino.
Yo espero. Te espero en medio de la bruma que parece
que se hace más densa con el transcurso del minutero. Te espero como si mi
figura se la comiera la niebla y se hiciera una con la de la banca y a la
distancia no se distinguiera una de otra. Empastadas.
¿Quién hubiera pensado que llegaría la bruma antes de
que el sol se escondiera tras el horizonte, y peor que se haría más densa por
la noche? Ayer apenas, el sol brillaba en toda su intensidad; sin embargo, las
ciudades de playa alejadas del ecuador no tienen palabra. Lo pienso y elaboro
teorías de cómo fue que cambió el tiempo; aunque sólo lo hago para distraer al
recuerdo, porque tú aún no llegas, por más que hurgo entre la niebla para ver
aparecer tu perfil, tu figura.
El celular emite un sonido, corto, agudo, apenas
audible. Pretendo no oírlo ni hacerle caso, porque nada importa ahora más que volver
a verte, a encontrarte. Te extraño. Sí. Te extraño mucho, mucho. Regreso a
mirar al mar, o hacia el mar, porque con la niebla no se distingue dónde
termina la playa y donde inicia el océano.
Un segundo “riiinnnng”, me saca de mis pensamientos. Deslizo
lentamente la mano en la gabardina como con flojera y saco el celular del bolsillo.
Es una llamada de Lindsay. Al oír que contesto bajito, pues el frío y la espera
han acalambrado mis labios, dice con una voz pausada que yo sentí lenta, para
al terminar, colgar sin darme derecho de réplica.
—No irá. Me ha pedido que por favor...
la olvides.
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Bruma. Es la novela que últimamente escribo... Aún no sé como terminarla... Ya vendrá el final a mi imaginación... mientras tanto me atormenta.
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