Il Mio De Profundis. Parte III

Al igual que las declaraciones de amor que se dan a quien todavía bien no conoces, debieran valerse las declaraciones de indiferencia ‒con las palabras y las maneras apropiadas‒. Porque la indiferencia es uno de esos sentimientos que se dan sólo cuando se conoce bien a quien nos es indiferente. Entonces, agotadas las oportunidades y las posibilidades y confirmado el sentimiento ‒sin tardanza y sin retraso‒, reconocer el equívoco y firmar un acta de saldos aclarados que aplique a la voz de ya, para que ‒una vez dirimidos los bienes comunes‒ cada quien recoja sus cosas y se marche por donde vino, con la consigna de verse o encontrarse lo mínimo, o nunca.

No tienes que ir como el que se enamora veinte veces y a nadie ama. Simplemente porque no se dio tiempo de atrapar su alma. Porque pensarás igual que él: “Que cuerpos... ¡Vaya! Después de varios, todos se parecen”. Y creerás que las intimidades de alcoba no varían tanto, ni tienen magia propia. Pero cuando atrapas un alma, te darás cuenta que existen diferencias enormes y sutiles, y que cada una de ellas tiene sus propios sabores, sus aromas, sus formas, sus matices; que sólo los que tienen una percepción fina pueden gozar de los gustos y pasiones más profundas y canijas... Y eso también se aprende. Pero para alcanzarlas y descubrirlas, para llegar a ese grado sublime. ¡Ah Caray! Tienes que esforzarte y exigirte estar en ese estado las más de las veces, sino es que todas; para entonces entrecerrar los ojos y dejar que tus sentidos se solacen.

Tampoco seas simplón y pienses que los quehaceres de la vida no son tantos y que únicamente se dividen en: Sexo, violencia, y cursilerías. Y que en ellas ‒sin más ni más, con sus diferentes grados y niveles‒, puedes situar a todos los personajes que día a día se cruzan en tu vida... Porqué vivirás en el error, y te perderás de todo el rico espectro que tiene la raza humana.

Acepta con simpatía la alegría de la vida en las cosas banales y simpáticas que a tu derredor suceden: Un niño que se tropieza y en vez de llorar, ríe; un pájaro carpintero que golpea repetidamente un árbol, al que oyes, pero por más que lo buscas no lo encuentras; un extranjero que, presumido, ‒agitando la mano‒ te dice en tu idioma “Buenos días”, cuando realmente es “Buenas noches”; un perro diminuto que en vez de ladrar, parece que maúlla; la hija que va por primera vez a la escuela, en uniforme de gala.

Aprende a ser feliz con lo que hay, con lo que tienes, porque no es verdad que uno se vuelve acaudalado de la noche a la mañana ‒si eso, ser, es lo que tú quieres‒. Ni el coche cambia, ni se renueva la sala, ni salen rosas en el jardín que tú no tienes, ni el ropero o el closet se llenan de ropas y de alhajas nuevas y finas. Por lo que hay que tomarle gusto a lo que se tiene, como está: viejo, luido, feo ‒sucio, no es un adjetivo que se valga. Eso en lo inmediato, si quieres, lo cambias‒. Y echarle ganas para que todo vaya cambiando gradualmente a tu gusto y tus modales.

Rechaza lo corriente, lo vulgar, lo disparejo; y a quienes así se manifiestan. Huye de ello y de ellos. No participes, ni les sigas el juego. Dales la vuelta. Simplemente porque no es necesario, porque te aleja de lo fino, de lo mesurado, de lo sano, de lo delicado y de lo exquisito, y porque se pega a la piel y a la ropa como manchas de grasa y las penetran.

Cuida el nivel del lenguaje en lo que hablas, pues si la mente trabaja incansable generando ideas, éstas no hacen daño ni bien, si en la cabeza quedan. Pero sí pueden hacer mal si se transforman en gestos o en ademanes que ofendan; o al contrario, hacer bien, si con tu expresión, con tus modales transmites calma y confianza.

¡Ah! Pero lo que hablas... En el momento en que lo dices. Ya está afuera. Acompañado en intención con cualquier movimiento de tu cuerpo por tenue e imperceptible que te parezca. Y ya nada ‒para bien o para mal‒ puede hacerse; y definitivamente refleja el nivel de lo que piensas y de lo que eres. Eso puede ir desde lo corriente, lo bajo, lo vulgar; hasta lo interesante, lo alto y lo sublime. Refleja el grado de tu educación, de tu aprendizaje, de tu experiencia; y de cómo has vivido tu vida... ¡Ah! Y de cómo la seguirás viviendo. Pues con el lenguaje marcas el lugar en donde estás parado. Es algo que se nota y que los demás respetan y aprecian; o que tristemente denostan y lamentan.

Así que las palabras son importantes: En su significado, en su forma, en su tono, en lo que transmiten y reflejan. Es la herramienta más visible después de tu apariencia. Después de ellas lo son tus acciones. ¿Pero qué crees? Las palabras son los engranajes que necesitan las acciones para echarse a andar. Todo debe tener congruencia. Tú decides.

Con las palabras nos abrimos paso, abrimos brecha, y nuestras manos, nuestros pies, nuestras acciones obedecen a ellas; salgan de nuestra boca, o se queden dentro de ella.

¿O no es acaso por las palabras, por los sonidos, que entramos de lleno al mundo; o salimos de él... incluyendo el silencio último y el grito primero?

Pero hablar bien exige, y puede que no te sea fácil. La fórmula es básica. El habla obedece a la calma del espíritu. Si ésta la mantienes entre todos los vaivenes de la vida, las palabras se vuelven esclavas de él, y acatan lo que ella ordene. Para eso no necesitas un lenguaje dominguero y refinado. Con que sea simple, claro y respetuoso, es suficiente.

Vive con clase hasta donde den tus medios; que con poco se puede hacer mucho, y luce. Todos podemos hacerlo. Vive con clase en cómo te conduces, en lo que vistes, en qué comes, en lo que lees, en lo que ves; en lo que hablas... Ya antes lo dije. V

Aunque no debería haber distinciones ni diferencias entre pobres y ricos, entre estúpidos y listos, entre cultos o ignorantes, entre estudiados e iletrados, entre blancos, o morenos, entre asiáticos, latinos o sureños; mientras que como personas respetuosas se conduzcan; al descubrirlas... uno percibe tristemente que humildad es lo que nos hace falta.

Humildad. He ahí una palabra que nadie sabe dónde inicia y dónde acaba, y qué tanto abarca. Tampoco existe diccionario que con certeza la separe del respeto, de la lisonja, de la adulación, de la humillación y del oprobio.

Es fácil, no te preocupes en demasía. Sólo aplica tus propias reglas, y si te queda laxa, si diste de más, si crees que fuiste más allá de sus fronteras, no te pasará nada; porque es uno de esos actos que si te excedes, no está de más, y nadie lleva la cuenta.

Aprende a gustarte como eres; porque a estas alturas, poco, uno puede hacer para cambiarse. Lo que ves... Es lo que hay. No hay más, porque... “A partir de mañana” no serás más culto, más interesante, más guapo, más joven, más sano, o el más ponchado; y tampoco serás más simpática o agradable, más lista o estudiada. Mañana vas a seguir siendo el mismo, la misma que siempre has sido, con los mismos hábitos y costumbres con que has vivido; porque todo se construye con esfuerzo y con el tiempo ‒que no es precisamente un día‒, y lo que eres es la suma de lo que siempre has sido. Los milagros existen, pero son casi nulos, y pocos son los afortunados, o los que sí cambian de la noche a la mañana. Así que debes estar consciente que sólo se mejora sustancialmente si cambias de hábitos, si mejoras tu carácter, tu esfuerzo y empeño de manera constante; consciente que todo acto tiene una causa y tiene un efecto, y que nada es fortuito; entendiendo que la apatía, las distracciones, la negligencia y la flojera pueden ser la causa de la mala suerte, de las malas rachas, del infortunio, de no cumplir tus sueños. Y lo más seguro... Es que lo sean. ¡Ahhh! Pero la voluntad, los buenos hábitos, la confianza en uno mismo, la determinación y la acción, hacen lo mismo. Pero en sentido opuesto. Ya lo sabes.

Desacelérate, toma las cosas con calma. Porque la vida no debe tener siempre ese ritmo y nadie lo exige. Porque una cosa es rápido y pronto ‒aplicándose y poniendo atención en lo que se hace‒, y otra es acelerarse y perder visión, precaución y cuidado; lo que te puede dañar y puede dañar a otros; pues no todos nos movemos con el mismo ritmo, y no todos vamos al mismo paso. Al final, los aceleres sólo conducen al stress, a errores, y a equivocaciones. No por acelerarte estarás más contento ni serás más feliz o más dichoso.

Si te aceleras ‒porque siempre pasa‒. Para, y aspira aire lentamente. Deja que tus pulmones se llenen de aire. Cierra un instante los ojos y junta tenuemente la punta de los dedos de tus manos, hasta que te sacudas todos esos pensamientos que te están haciendo daño, para que tu mente quede fresca como riachuelo corriendo en hierba tierna; para que al abrirlos, encuentres un mundo nuevo; como cuando te pierdes en una ciudad desconocida, en un barrio lejano y escondido; y empiezas, otra vez, a descubrirla.

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