No vale la pena que alguien me lea

Ahora no vale la pena que alguien me lea, pues desde hace días todo lo que he escrito es lo que algunos lectores educados podrían denominar Basura. Si, basura. Letras y palabras unas tras otras que hablan y dicen, pero que no develan nada.

Para contrarrestar ese mal, para romper ese hechizo he hecho de todo he intentado todo, desde escribir historias simples que susciten el interés de los no versados en la literatura; o de versados venidos a menos que es lo mismo; también he escrito historias complejas, como por ejemplo esa descripción que ayer apenas terminé de cómo se mueven los mecanismos de un reloj de cuerda fino, como para interesar a los que tienen afición por la mecánica y por la precisión de las máquinas; también intenté escribir cuentos fantásticos de cómo será la vida cuando se venga el cambio de siglo, para eso miré cuanta película o serie me encontré en Netflix y leí a los diez autores más renombrados de ciencia ficción; y hasta creí que dos o tres historias de las siete que escribí serían lo bastante buenas para llevarlas a las pantallas chicas; aunque en una segunda relectura fallaban en lo más básico de las leyes de la física que hasta un párvulo de primaria hubiera desechado mis escritos en las primeras páginas.

Así que desde hace tiempo ya no escribo. Mi bolígrafo y la pila de hojas blancas descansan sobre mi mesa a la que rehúyo acercarme; porque si lo hago, tomo la pluma, pongo el papel sobre la mesa y me quedo esperando horas a que me llegue una buena idea. Entonces una gran desesperación me invade y me siento vulnerable e inútil al mirar que de todos esos magníficos libros de los estantes de mi biblioteca, sus autores salen de ellos y se burlan de que yo no pueda escribir un texto simple, que de mi pluma no salga ni una frase que en realidad valga la pena. Por eso ya no escribo.


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