Petición a un escritor
Supongamos que un día me
dices: “Escribe un poema de amor. Pero que sea un poema de amor... a mi gato”.
¡Caray! Reconozco que es
una petición un tanto extraña, pero acepto. Entonces me acuerdo de todos esos
bonitos felinos que me ronronearon en la oreja, que con sus rasposas lenguas lamieron mis mejillas y que se arrepegaron a mis piernas, de los cariñosos que
me acompañaron a la hora de la cena, los que durmieron conmigo... Y así, así,
así.
Y cuando menos lo pienses, en
media, en una hora, en dos. ¡Zas! Ya está listo. Bueno, bonito y sentido.
Pero digamos que en lugar
de pedirme un poema, quieres que escriba un libro que capture lo sabores y las
esencias de la comida de Indonesia.
¿De Indonesia? Te pregunto. Y tú me respondes: “¿Por qué no? Si es exótica y sabrosa... El libro
debe ser interesante”.
Entonces, agarro un avión,
luego una barca y me voy a cualquiera de las diecisiete mil islas de ese país azul y verde.
Me meto en casas humildes y me siento cuaderno en mano a ver a señoras y a
abuelas preparar caldos, potajes y sopas. Me doy mi tiempo para entender cómo
se cocina, cómo se guisan los platillos de ese lugar. Luego meto las manos para
entender la textura, mojo la lengua en sus caldos e hinco mis dientes en sus
carnes, hasta que mi lápiz va entendiendo a qué saben, a qué huelen los
guisados, los cocimientos de esas islas. ¡Ah! También, de paso, pruebo a qué saben
los besos y las caricias de las mujeres de ese paradisíaco lugar; porque sin el
sabor de ellas, nunca podría entender a qué puede saber un buen manjar.
Un día regreso con el libro
donde cuento todo lo que vi y sentí sentado en un piso de barro, para que
cualquiera que el que lo lea lo disfrute y lo entienda, y te lo doy.
Tú lo hojeas y aunque no
tiene fotos sientes a que saben de los sabores y los olores de la cocina de ese
lejano lugar.
Pero digamos que en lugar
de pedirme un libro de cocina, me ruegas que escriba un libro de dos amantes de
tiempos lejanos, que no sean ni Romeos ni Julietas, que su amor te conmueva y
te cimbre, y además, exiges que una sea una princesa y el otro un truhan.
Entonces me pierdo de tu
vista por una semana, por un mes, y me voy de viaje en mi máquina del tiempo y
llego a la Edad Media. Ahí leo, leo, escribo y vuelvo a leer, me paso noches
enteras pensando, descubro callejuelas y cuartos iluminados con velas, afilo
dagas y espadas, desato corpiños y enaguas; y poco a poco le voy dando vida a
mis personajes. Los hago hablar y sentir, enamorarse, hasta amarse sin trabas,
sin pudores y pecar de maneras inimaginables a la luz de un hoguera.
Ideo una trama, luego, un
final. Hacia ese final escribo, pero al último lo cambio, y queda mejor; sorpresivo,
íntimo, sin que tú o alguien más se lo pueda imaginar.
Y al cabo de unos meses, ya
lo tengo listo de principio a final. Te llamo para darte la buena nueva. Vienes y en una
charla de café te lo doy en un sobre. Ya tienes tu libro.
Lo tomas, lo hojeas, te lo
quedas por un fin de semana y el lunes a las tres de la mañana suena el
teléfono y me despierta. Eres tú.
Me dices que es
maravilloso, que fue como ver una película en 3D, que lloraste, que reíste, que
apretaste los cojines de tu sofá y las almohadas de tu cama, y al final me
preguntas: ¿Cómo lo hiciste?
Yo te contesto que si fácil
no fue, tampoco extremadamente difícil... Porque un escritor puede escribir lo
que le pidan. Porque él no sabe hacer, otra cosa, que escribir.
Aunque en verdad nadie sabe que debajo de mi escritorio hay mil y un cajones llenos de menta, de pimienta, de alcanfor, también hay cajoncitos de besos futuros, de otros del pasado, de lágrimas de antaño, de gemidos de pasión. Y que cuando un lector me pide un poema, un cuento, una historia que haga un libro, voy a mi escritorio, y ahí macero, revuelvo, cuelo y filtro, hago infusiones, coso a fuego lento o de plano a llama viva, pruebo y saboreo, añado clavos, enojos y besos, y así poco a poco va saliendo un poema, un cuento, una historia de amor.
Si yo te tuviera...
Si yo te tuviera aquí.
La soledad no sería soledad
ni la tristeza tendría
esa oscuridad.
Si yo te tuviera aquí.
Las flores tendrían otro color
Y el café sabría
Por supuesto
Mejor.
Si yo te tuviera aquí.
Las sábanas de mi cama
tendrían otro calor
Y las almohadas
se darían cuenta
De que no hay uno
sino que hay
Dos.
Eso y más pasaría
Si yo te tuviera
aquí.
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