Ermitaño. Capítulo I

En un populoso y apretado suburbio de una gran ciudad al norte de la Costa Este de un país poderoso, un poco más cerca del desamparo que de la opulencia, vivía en el último piso de un antiguo edificio de los años cincuenta, un ermitaño. Un ermitaño que en su infancia había experimentado lo que era vivir en dos o tres colonias —de esas que nadie recuerda el nombre—, donde había crecido sorteando baches y compañías indeseables, entre calles de olores pestilentes, rayadas de grafiti, llenas de bares y cantinas de mala muerte.

Un ermitaño que gracias a su empeño y a sus ganas de superarse y de ser diferente, había escalado muy altos niveles directivos en compañías trasnacionales, atendiendo por muchos años los mercados de Europa y al final de su carrera a clientes de Asia.

A pesar de haber vivido a todo lujo la mayor parte de su vida, ahora lo hacía con lo mínimo indispensable; por lo que su depa era modesto. Reducido, pero bastante bonito; hasta se podría decir acogedor, con dos o tres cuadros y obras de arte que reflejaban el modo de vida de su habitante, donde vivía hasta cierto grado cómodo, en una zona, si no opulenta, agradable; en esa ciudad que colindaba con el océano Atlántico.

Su “Super flat”, como él lo llamaba, sólo comprendía tres piezas. La primera combinaba comedor, cocineta y sala, con un desnivel mínimo que terminaba en una amplia ventana con cortinas castaño claro de satén y visillos de lino; la que al abrirse daba a un balcón con un barandal hecho de fina herrería con vista a un pequeño parque arbolado, con una fuente rodeada de una gran variedad de flores.

De ese espacio, la sala era el lugar más amplio, con un love seat y un sofá individual de piel color mostaza —gastados, pero todavía elegantes—, con dos cojines floreados tejidos a mano y una pequeña mesa “Antique” de madera sobre un tapete rústico, con una lámpara simple de hierro forjado al lado; y su estudio —‍por así decirlo—, lo formaba sólo un librero solitario con tres estantes llenos con toda clase de libros puestos en extremado orden.

La segunda pieza albergaba un buró, una cama matrimonial y un clóset; y la tercera era un baño con toilette y regadera, no enorme, pero suficiente; eso sí, como todo, extremadamente limpio, con olor a lavanda.

Muy poca gente conocía a ese ermitaño en lo personal; por lo que el portero de su edificio y algunos vecinos de su departamento murmuraban que en épocas mejores fue un personaje importante, un alto ejecutivo de transnacionales, un viajero de los cinco continentes y un trotamundos incansable de puertos y ciudades. Incluso, se especulaba que por voluntad propia —justo después de jubilarse—, vivió dos o tres años entre compasivos, pero estrictos monjes Zen; en un humilde retiro, perdido, en las heladas montañas del norte de Japón.

Lo que sí era cierto; y que confirmaba sus andanzas por tierras ignotas y lejanas, era que poseía una vasta cultura —un tanto increíble—, pues podía hacerse entender bastante bien en dos o tres idiomas y era capaz de establecer una conversación de prácticamente cualquier tema con quien se topara en el subterráneo, en puestecillos de café o en restaurantes de cadena; o de permanecer callado, en esas tardes cuando deambulaba solitario en viejas librerías de segunda mano.

Vestía siempre pulcro, tanto en su ropa como en su persona. Amarraba con una liga —en cola de caballo—, un puñado de cabello lacio que le llegaba escasamente más allá del cuello. Su barba y bigote estaban siempre presentables, los que al parecer el mismo recortaba en sus puntas, porque se le veía impecable en esa parte; y a decir verdad, en todo.

Gustaba de usar pantalones de calle, no de marcas renombradas ni famosas; pero sí, de buena hechura y forma. La mayoría de ellos, si no es que casi todos, eran de colores sobrios que le iban bien a su estatura y complexión delgada, resultado sin duda de una alimentación magra. Acompañaba éstos con camisetas tipo Polo, otras con cuello de tortuga, o raramente con camisas de vestir; y dos o tres sacos sport, con parches en los codos, que le daban la vuelta a la semana, al mes; y que remplazaba seguramente con regularidad, porque no mostraban signos de extremo deterioro.

El rumor de las malas lenguas era que aún percibía un buen estipendio resultado de sus años de bonanza; y que por eso, se podía dar el lujo de decidir entre hacer algo; o, simplemente... no hacer, nada. Y era por ese libre albedrío que varios días a la semana vagaba por avenidas y bulevares, visitando cines, museos, exposiciones y salas de arte.

Se le encontraba con frecuencia leyendo tardes enteras, quieto, aislado, en alguna banca de parque, donde dejaba los libros recién terminados con notas de comentarios para quien los encontrara.

A pesar de su estatus de solitario, con medio mundo establecía una comunicación afable, ganándose la confianza de quienes con él cruzaban palabra. Confianza que se acentuaba conforme establecía una relación más íntima; fuera por su ligereza para sonreír, o por la calma y el respeto que mostraba al tratar a cualquier ser humano; así fuese un menesteroso o un importante dignatario de Estado.

De esta manera el ermitaño dejó de ser un ermitaño, para convertirse en un personaje. Un personaje, no para predicar una nueva religión, ni mucho menos una nueva ciencia; sino para conversar de temas cotidianos, de sus vivencias y de cómo era que él veía la vida; de sus errores, de sus aciertos; de las faltas cometidas y de las lecciones aprendidas.

 

Ѽ

 

Todo comenzó por azar una tarde en una plática con un grupo de muchachos, sobre un tema en particular —que ahora bien no recuerdo—; en la cual, por lo interesante de la charla, poco a poco se fueron sumando otras personas que, intrigadas, se detenían a ver qué estaba ocurriendo. De modo que esa práctica se volvió de manera natural una costumbre de domingos por la tarde en la orilla Este de uno de los parques que se encontraba en las inmediaciones del Centro.

Con el tiempo se corrió la voz, tanto, que su fama trascendió esas cuadras, y de vez en vez venía gente a escucharlo de cerca y de muy lejos, de todas las clases sociales y raleas, y de todas las calañas.

Una de esas tardes que relato, una chica rusa que era contable de una gran empresa de importaciones y que vivía sola en un departamento de lujo en una colonia acomodada —no muy joven, pero sí muy atractiva y bella—; que por detalles que ella le había contado de su vida, supo que se llamaba Svetlana —pero que por facilidad en ese país adoptado, eligió como nombre, María—; le pidió de manera escueta y llana.

—Háblanos hoy de los sueños.

Él asintió con un ligero movimiento de cabeza, se reacomodó con calma en el descansabrazos de la banca en que estaba sentado, puso a un lado el libro que tenía entre las manos, cruzó los brazos meditando unos segundos, luego se quitó su sombrero fedora, para entonces iniciar diciendo con voz pausada.

—Los sueños son la estrella que ilumina la senda de nuestra vida como un potente faro en medio del océano. Ellos son la fe y la esperanza, la magia que nos mantiene vivos. Son como astros que refulguecen de forma tan pura y bella que quisiéramos poder tocarlos con las manos.

Se detuvo para esperar que se integraran otras dos personas al grupo, las que se sentaron en el pasto; porque ya las dos bancas aledañas a la de él estaban ocupadas. Esperando a que los nuevos se presentaran con sus vecinos; en cuanto lo hicieron, prosiguió diciendo con la misma calma.

—Los sueños nos convierten en personas distintas al resto del mundo. Ellos dan matiz, color, diversidad y brillo a las vidas ordinarias y grises. Los sueños nos jalan, nos impulsan o de plano nos avientan. Nos llevan a conquistar la cima del Monte Everest, a cruzar el Polo Norte, a ganar una medalla olímpica; o a lograr algo que a otros les pudiera parecer trivial y simple; pero que bajo ciertas circunstancias, a algunos nos cuesta mucho trabajo concretarlo. Sólo aquellos que persisten y que no desmayan, los convierten en realidad.

Además, saben —añadió con tranquilidad—. Los sueños tienen ese ingrediente mágico que nos empuja a dar el esfuerzo extra y que nos pone en estado de alerta, de disposición inmediata o de ensoñación. Pero... ¡Aguas! Hay que ser cautos. —Hizo una mínima pausa, para concluir diciendo—. Pues el mundo de los sueños es un mundo elusivo, difícilmente atrapable.

Bajándose de la banca, se quitó el saco, lo dobló con cuidado y lo dejó encima del respaldo de fierro colado; porque —aunque ya era un poco tarde—, todavía se sentía parte del calor del día, de esa temporada de mediados de verano, en que por lo general la brisa del Atlántico mantenía fresca la tarde.

Enseguida continuó diciendo.

—A veces los sueños son muy difíciles de alcanzar, para hacerlos realidad tienen que poner en ellos toda su voluntad, su ánimo y empeño de manera inteligente. Así, aunque sufran incontables reveses, sabrán cuándo aflojar y dónde apretar; y si el hoy no les trae el éxito que esperaban, no se desesperen ni tiren la toalla, será el día de mañana. Lo importante es persistir con el mismo ánimo del primer día. Por eso, no se den por vencidos a la primera, ni a la segunda caída. No se den por vencidos nunca. ¿Lo oyeron? ¡Nunca!

Si se derrotan a las primeras de cambio y bajan la guardia. Entonces... ¿Cómo podrían saber si realmente valió la pena el esfuerzo, si ni siquiera lo intentaron hasta el límite de su voluntad y de sus fuerzas? Porque nadie dijo que los sueños se cumplen en un abrir y cerrar de ojos. ¿O sí? Incluso los fracasos pueden darles una lección valiosa. ¡Ah! Pero fracasar no significa que por eso dejen de soñar.

Luego, cambiando gradualmente de tono y de ritmo, añadió recorriendo suavemente con la vista a todos.

—También deben reconocer y valorar cuándo un sueño está más allá de su alcance y de sus posibilidades. Cuando sólo es una “Quimera”, una fantasía irrealizable; para que no se convierta en una obsesión tonta que no mida cansancios ni sudores, que sólo cause dolor y desesperanza; y, sobre todo, un sentimiento hondo de frustración y fracaso.

En ese momento —sin que nadie lo percibiera—, despacito, caminando con muchos trabajos, venía llegando por la parte de atrás de ese pequeño grupo compacto de escuchas; una pareja de edad avanzada.

Interrumpiendo momentáneamente la plática, él fue a encontrarlos. Les extendió ambas manos para ayudarles a subir la última parte de la pequeña colina donde se encontraban, a la vez que les preguntaba por sus particulares con una voz muy suave.

El hombre —que evidentemente le llevaba a su compañera dos o tres lustros de ventaja—, contestó por ambos con una voz casi apagada, entrecortada por frecuentes y sordos tosidos, producto del agotador esfuerzo de la subida:

—Ma..r.i..lyn... ¡Cof!!cof!...  y...  Jon.a..than... ¡Cof!!cof!...  ¡Cof!.. 

Las personas que estaban sentadas en la banca aledaña a la de él se levantaron de inmediato para hacerles un espacio, yéndose a sentar en el pasto en un pequeño claro que aún estaba vacío.

Una vez reacomodados todos, él retomó lo que estaba diciendo.

—Aunque muchos sueños nos puedan parecer fácilmente alcanzables; otros, se antojan imposibles. Por eso, deben tener bien plantados los pies en la tierra para sopesar las circunstancias y planear con cuidado cada una de sus acciones. Deben dimensionarlos en la medida de su empeño y de sus fuerzas; y hasta un poco más allá de ellas, para que se conviertan en un acicate y no los dejen caer en la distracción o en la pereza.

¡Ah!... —Añadió diciendo enérgico—. Pero no crean en los sueños de manera inconsciente. Eso no lleva a nada. Si creen que un día por arte de magia se van a sacar el premio mayor de la lotería o que súbitamente se van a convertir en unos galanazos de cine o en famosas actrices de telenovelas... Esas son sólo ensoñaciones, meros engaños del subconsciente; pues los sueños no se conquistan de un día para otro. Esas pudieran ser coincidencias de lo que es el ejercicio de la vida; pues al igual que de súbito se pueden encontrar en la acera un billete de cien dólares, también es posible que les caiga una maceta en la cabeza de manera inesperada.

Por cierto, tampoco crean que la buena suerte es el ingrediente misterioso que va a hacer que sus sueños se cumplan y que la solución les va a caer por encanto del cielo... ¡Y Bum! Ya se graduaron con honores, son millonarios, felices o tienen un cuerpo fenomenal, tallado a mano.

Mejor crean en sí mismos y trabajen duro en los sueños que persiguen, poniendo en ellos toda su voluntad y todo su esfuerzo. Entonces, cuando sucedan cosas buenas y progresen con paso firme, no pensarán que fue el azar o la suerte. Algo dentro de ustedes les dirá que todo fue resultado de las ganas que le pusieron a sus sueños.

La llegada de Chandra Koudoru, quien había llegado de la India muchos años atrás para estudiar una maestría en administración de tecnología en la universidad de Columbia, y que ya había venido al parque las últimas tres semanas, acompañado esta vez de dos nuevos amigos, hizo que interrumpiera por tercera vez la charla.

Chandra presentó primero a Dimitri —un ingeniero afroamericano, de tez más que morena que rondaba el uno ochenta, muy brillante y listo, de la misma compañía aeroespacial en que trabajaba Chandra. Dimitri, aunque parecía un tipo muy adusto y serio, tenía una sonrisa sincera y pronta—. Dimitri, respetuoso, sólo inclinó la cabeza repetidamente para abreviar el saludo. El segundo acompañante —Constantinos, de origen griego, específicamente de Patras, una de las ciudades más importantes de su país, también de la misma empresa—, un poco menos alto que Dimitri, delgado, de tez blanca, desfachatado y poco formal como se veía, se presentó solo, descargando de golpe su mochila color naranja chillón en el pasto.

Constantinos le dio la vuelta a la concurrencia como si fuera un famoso actor de Hollywood, sonriendo y saludando de mano a cada uno de ellos.

Después de darles la bienvenida, Carlos —como era que se llamaba “El Ermitaño”, de quien sólo se conocía su nombre de pila—‍, dirigiéndose esta vez a Chandra, como si él fuera el sujeto que eran todos esa tarde; inició diciendo enérgico.

—Los sueños hay que trabajarlos. Ellos no van a venir a sacarte temprano de la cama y a empujarte para que te duches; ni van a tener tu ropa planchadita y limpia para que tú salgas decidido a conquistar el mundo. ¡Nooo. No y no! ¡Eso también te toca a ti!

Enseguida se volvió a mirar a todos, manteniendo el mismo tono pujante.

—No puedes decir: «¡Yo voy a ser un gran arquitecto!». Si ni siquiera has concursado para obtener un lugar en la universidad. Tus acciones deben ser congruentes con tus sueños. No puedes imaginarte cruzando a grandes brazadas el Canal de la Mancha, si todavía no has aprendido a nadar; luego entonces, no alimentes sueños vanos, sin fundamento. Eso es ser inconsciente, y cualquiera que esté en el mismo camino o que ya lo haya recorrido, se dará cuenta que solamente construyes castillos en el aire y que gastas el tiempo haciendo pirámides de naipes.

Ten presente —añadió, como si de pronto se hubiera acordado de algo muy importante—, que el enemigo más persistente y difícil de vencer... Eres tú. ¡Sí... Tú! Tú mismo —Enfático recalcó—‍. Porque la mayor parte de todo, lo pones tú, lo haces tú, o lo dejas de hacer, tú.

Por eso el lograr que tus sueños se materialicen se traduce en la suma de éxitos y fracasos que has tenido en la vida. Son la balanza con la que puedes medirla.

A ver... ¿Cuántos sueños imaginaste? ¿Cuántos te propusiste? ¿Cuántos lograste y en cuántos desististe?

Por tus sueños puedes saber cuántos aciertos acumulaste y cuántos errores cometiste, así como valorar el pasado y sopesar el futuro; también podrás comprender que muchas cosas en la vida no son tan simples o fáciles como te parecieron al principio; pues hay factores que están totalmente fuera de tu control y de tu alcance; y la flojera, la desidia, las distracciones; por lo general, toman su parte.

Aun así —dijo tranquilo—, en la persecución de tus sueños, sean estos pequeños o enormes, debes darte tiempo para pensar en la simpleza de la felicidad o en las desventuras que a veces trae el día a día; y no te entristezcas si a pesar de todas las ganas que le eches, de las noches que te hayas ido a la cama muerto de cansancio, tus sueños no se cristalizan y se quedan cortos; casi, como si ni siquiera lo hubieras intentado; pues al final cumplieron su tarea. Te mantuvieron vivo y diferente a aquellos que ni siquiera lo intentaron. Además, de seguro en el trayecto, algo aprendiste.

Peor que no lograr que un sueño se materialice, es no tenerlos. Una vida sin sueños es una vida vacía. —Concluyó categórico con esa frase.

María provechó ese silencio para comentar que al terminar la universidad politécnica en una remota y helada provincia al norte de Siberia donde vivía con su familia, y después de haber trabajado allá por varios años; su ilusión era salir, ver el mundo; pero que en esa época, el sólo pensarlo le parecía un sueño imposible; y que ahora al ver que lo había logrado, la hacía muy, muy feliz.

—¿Sí, verdad? Da una gran satisfacción hacer realidad un sueño que era casi imposible —comentó Carlos, mientras volteaba a mirarla con un gesto de comprensión y cariño; añadiendo luego.

—Cumplir un sueño y materializarlo, se siente muy, muy, pero muy bien, como dijo María; porque cuando finalmente alcanzas esa estrella que brillaba por encima del horizonte, a la que muchos le apostaron que nunca tocarías; entonces, se vale llorar y dejar que por tus mejillas rueden lágrimas sinceras de satisfacción y alegría, nacidas de tu corazón y de tu pecho. ¡Eso es más importante y duradero que muchas otras cosas en la vida! En verdad, no tiene precio; y siempre recordarás esas lágrimas de contento, porque ellas te dirán que realmente has vivido, que has tenido aspiraciones por las que padeciste y te esforzaste.

Y a pesar de lo que te espere al final de dicha senda; sea bueno o sea malo, lo que persistirá será el gozo de las pequeñas y de las grandes victorias, el recuerdo del camino lleno de obstáculos y tropiezos que sorteaste para llegar a ellas; más que la desesperanza y el dolor de las derrotas que sufriste.

Por eso, también bendice a tus derrotas; porque ellas te harán preparar con diligencia tus aperos para la batalla del día siguiente y te permitirán entrenar tu voluntad y tu cuerpo para resistir los reveses y el abatimiento al caer la noche; aunque, ocasionalmente, desesperado y triste, te harán llorar a mares cuando se oculte el sol tras el horizonte. Pero a la mañana siguiente, como recompensa, te permitirán sonreír y gozar del alba y de un nuevo día.

Siguió conversando con sus escuchas de los sueños que ellos tenían. Un joven que estaba sentado sobre un tapete de yute dijo que quería ser ingeniero para entender cómo se mueven las estrellas. Él lo corrigió, diciéndole. «Astrónomo. O quizás, un especialista en la dinámica orbital. ¡Qué interesante!». Una chica de la primera fila, muy jovencita y guapa, comentó que mientras trabajaba en la tienda de conveniencia que quedaba a escasas cuadras de ese parque, tomaba cursos de modelaje tres o cuatro horas por la tarde o incluso por la noche, porque su sueño era llegar a ser una “Top Model” de una casa de diseño afamada. Él la instó a persistir, diciendo.

—Aunque a veces tenemos que hacer otros oficios para hacernos de recursos, sea tiempo o dinero, eso no debe impedir que nos desviemos del faro que ilumina nuestra vida.

Jonathan, el anciano que había llegado acompañado de su esposa apenas iniciada la plática, dijo todavía tosiendo esporádicamente.

—Los viejos... ¡Cof!!cof!.. Ya no tenemos sueños... ¡Cof, cof...! porque ya no tenemos tiempo para soñar... ¡Cof, cof... ! Lo que pudimos hacer lo hicimos en su momento y le echamos muchas ganas. ¡Cof, cof… ! Y lo que todavía quisiéramos lograr... Para eso, ya es demasiado tarde. Ya no tenemos la motivación ni las fuerzas suficientes ¡Cof, cof... cof!

Él, mirándole a los ojos con ternura, le contestó con una voz suave y cálida, abriendo de par en par los brazos.

¡Mírame a mí! Yo también ya no soy un chamaco; sin embargo, todavía albergo sueños. Muchos. Ellos me hacen despertarme joven cada día y aplicarme desde temprano en las actividades de mi agenda hasta que me encuentra la noche.

Cuando sea aún más viejo, mis sueños serán levantarme con trabajos de mi cama, ver un nuevo amanecer y venir a este parque a que me dé el sol, a leer, a quedarme de seguro dormido, para al despertar contemplar las estrellas.

Una voz se oyó en el fondo —apagada por el ruido estruendoso de una motocicleta que aceleraba a toda velocidad para cruzar la avenida—. Quien preguntaba tuvo que repetir su petición en voz alta.

—Carlos... Por qué no nos hablas ahora de la tristeza.

Él respondió amable diciendo.

—Hoy ya es un poco tarde... y parece que esas nubes amenazan con una lluvia tupida.

Apuntó a un grupo de cúmulos profundamente grises que se aglomeraban rápidamente por encima de los rascacielos aledaños a la esquina de ese parque —que, aunque para tal temporada del año no era lo habitual; para Boston, la que en particular tenía fama de que el clima cambiaba repentinamente en cinco minutos; no era raro que de improviso cayera una tormenta.

Luego dijo en un tono un tanto cuanto melancólico.

—Además, el tema de la tristeza requiere su tiempo. ¿Les parece que en otra ocasión platiquemos con calma sobre ella?

Ya se había hecho tarde. La luz de los anuncios de los espectaculares cercanos a la esquina del parque donde se reunían ya se colaba entre las ramas de los árboles y la noche comenzaba a moverse con el bullicio diferente de transeúntes que se apresuraban en llegar a sus hogares, antes de que se desatara la tormenta; en esa gran y cosmopolita ciudad que tenía el ritmo de quienes nunca duermen.

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