Coronavirus V
De pronto me viene una
nostalgia honda e inexplicable. Estoy aquí en mi sala esperando a que no venga
el coronavirus. Mientras doblo mi ropa pienso que estarán haciendo aquellos que
como yo viven solos. Igual ya han barrido y trapeado su casa dos veces este día
y lavado los trastes y quizás han preparado una sopa caliente para comer por la
tarde. De seguro después vieron si algún amigo del Face posteo algo
interesante... No, pero no importa. La vida sigue, sigue aquí esperando.
Dicen que mañana es
sábado. A mí me da igual si es martes o domingo. Pero como es sábado, voy a
tomarme el día para estar otra vez conmigo.
Hoy me arrepiento de
no haber invitado antes a mi mejor amiga a quedarse en casa, pero en ésta, aquí
conmigo. Ni modo.
Eso sí, el domingo
como todos estos días mantendré mi sana distancia. Voy a tomar el auto –al fin
que el tanque está lleno–, y me iré a caminar una montaña. La misma que volaba
cuando la hacía de piloto de ala delta. Dejaré el auto en la reja de la entrada
y andaré la vereda de piedra hasta llegar a la cima. Ahí sacaré mi bote de agua
y las dos tortas de rajas con chiles y queso que prepararé antes de irme.
Ahí sentado me quedaré
a disfrutar el paisaje, ese que disfrutaba antes volando. Me olvidaré de todo y
abrazaré al primer árbol que me encuentre, y también a la última hierba y
besaré la piedra que tantas veces me vio salir corriendo hacia el vacío.
Recordaré las tardes
en que me elevaba sobre los árboles y los espinos y aún más allá de las antenas
que están atrás de la rampa de salida, y también recordaré la tarde noche en
que me jaló una tormenta hacia las nubes negras y que, con trucos aprendidos en
los libros, escapé de los golpes de guadaña que tiraba un señora flaca y
solitaria.
Quizás cuando regrese
a casa, me ponga a escribir un cuento que comience como comienza este...
…. ∞∞∞∞…. ɷɷɷɷ …. ϰϰϰϰ …. ɷɷɷɷ…. ∞∞∞∞ ….
Vivir engañando al
presente, porque tú ya te has muerto antes.
Fue precisamente aquel
día en que decidiste ir solo por tu cuenta a explorar los riscos de la montaña,
sin avisar a nadie, y sin que nadie notara tu ausencia; cuando después de
caminar horas, por brechas, por senderos por ti inventados, alcanzar la cima –exhausto–,
mientras te invadía una bocanada de euforia al alzar los brazos, sintiendo el
aire que ascendía fresco, chocando contra tu cara y contra el peñasco, ese en
que te habías detenido a celebrar en el filo, tu propia victoria, la de ese
día; mirando a lo lejos hacía al valle, recorriéndolo con la mirada, como una
sábana que suavemente se recoge, siguiéndote con las montañas del otro lado de
la sierra; ascender por ellas hasta tocar con la vista el cielo azul, infinito,
y pasar a las nubes que estaban calmas.
Fue entonces, cuando
al extender tus palmas con los dedos abiertos para tratar de alcanzar los
cúmulos que estaban sobre tu cabeza –iluso–, como si se tratara de pequeñas
bolas de algodón, o de montículos de nieve, que se desprendió la roca sobre la
que estaba apoyado tu pie izquierdo al borde del peñasco, haciéndote perder el
equilibrio, para tu desgracia hacia adelante, sin poder hacer algún intento de
asirte de un arbusto (porque no había), o del vacío, desplomándote por los
aires, con el único consuelo que tu mirada se quedó atrapada en la hermosura de
las tonalidades de verde y ocre de la sierra, como si no cayeras y flotaras en
espacios de tiempo que transcurrían lentamente, tan lentamente que ni te
percataste del momento en que se transformaron en escenas que se sucedían una
tras otra vertiginosamente, viendo pasar como ráfagas los pájaros que volaban
por sobre las copas de los árboles, luego –de ellos–, sus ramas, sus troncos.
Despertar –según
creías–, sólo para ver tu cuerpo, desquebrajado, deshecho, roto, y tus ropas
rasgadas a jirones. Pero no. Permanecías inmóvil sin ni siquiera poder alargar
un dedo, mover un párpado, o sentir la última sangre que de seguro escapaba
todavía de lo que quedaba de tu cráneo.
No llorar, porque ya
no hubieras podido. Sí implorar a algo, a alguien, que necesitabas seguir vivo,
porque había a quien le importabas, a quien le hacías falta. Pedir una
oportunidad más, una sola, contada en días, en lunas nuevas, en mareas bajas, o
en lo que fuera. Sentir que una lágrima se te escapaba y resbalaba lenta,
lenta, por lo que fue tu cara.
Escuchar una voz,
clara, diáfana, envuelta en una mínima luz que se transparentaba a través de
tus párpados, y te decía despacio, en voz baja, casi imperceptible: Tres años. Ver como esa luz se
agrandaba y se tornaba cálida, radiante. Entreabrir los ojos y encontrarte
tirado sobre hojas secas que te rodeaban como si estuvieran abrazándote. Doblar
levemente el cuello y divisar, sobre el pecho, tu overol nuevo de ese día, sin
manchas, sin rastros de sangre. Recargar luego, por un momento, la cabeza en el
suelo, oyendo como apenas crujían las hojas al contacto con tu pelo, cual si
estuvieran lejanas. Expirar suavemente para vaciar el aire que aún llenaba tus
pulmones, para comenzar tímidamente, aún con miedo, a mover un dedo, luego
otro, la muñeca derecha, los brazos. Recorrer con tus palmas tu cuerpo,
comenzando con los hombros; bajarlos hacia tus músculos, apretándolos, y
sentirlos como si nada hubiera pasado. Luego llevarlas a tu pecho, a tu
vientre, a tus piernas, para en un movimiento del torso quedar medio sentado,
encogidas las piernas, dobladas las rodillas, observando el moño de las
agujetas de tus botas. Suspirar hondo antes de levantarte. Mirar hacia atrás,
hacia la montaña. Observar la peña majestuosa en donde hace unos instantes –creías,
haber estado parado–. Quedarte pensativo un segundo. Sentir que fue un sueño –quizás
cansado te quedaste dormido–. Echarte a reír como un tonto, como un
desquiciado, con unas carcajadas sordas, de una alegría incontenible que
explotaba dentro de tu cuerpo, huyendo por tus pulmones, llegando hasta tu
boca, tus ojos, tu cara, desdibujándolos; dar un brinco de gusto, para después
ya sosegado, recordar otra vez la misma voz que te decía despacito: Tres años. Bajar la mirada al suelo;
incrédulo, identificar como entre las hojas rotas, en la hendidura del piso, se
dibuja, clara, una silueta. La tuya. Ver entonces como las ramas secas se
mueven, se reacomodan las hojas, se comienza a desvanecer la hendidura del
suelo, hasta que no queda rastro de donde crees que cayó tu cuerpo, y la
hojarasca se vuelve una sola.
ɷɷɷɷ …. ∞∞∞∞…. ɷɷɷɷ …. ϰϰϰϰ …. ɷɷɷɷ…. ∞∞∞∞ …. ɷɷɷɷ
Positivo
El doctor fue tajante.
Mirándonos angustiados
Sólo dijo: Lo siento.
Los dos marcaron
Positivo.
A partir de ahora
Deberán dormir
En camas separadas
Hablar lo esencial
Y no tocarse
Aunque sufran,
deben saber que
no hay medicina
para este nuevo mal.
La buena nueva es
Que no morirán.
Eso sí, para sanar
deben vivir separados
Uno lejos del otro
Para no dañarse
más.
¡Qué triste!
Que tu amor y el mío.
No haya pasado la prueba
del coronavirus.
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