Tres Años
Vivir engañando al
presente, porque tú ya te has muerto antes.
Fue precisamente aquel
día en que decidiste ir solo por tu cuenta a explorar los riscos de la montaña,
sin avisar a nadie, y sin que nadie notara tu ausencia; cuando después de
caminar horas, por brechas, por senderos por ti inventados, alcanzar la cima —exhausto—,
mientras te invadía una bocanada de euforia al alzar los brazos, sintiendo el
aire que ascendía fresco, chocando contra tu cara y contra el peñasco, ese en
que te habías detenido a celebrar en el filo, tu propia victoria, la de ese
día; mirando a lo lejos hacía al valle, recorriéndolo con la mirada, como una
sábana que suavemente se recoge, siguiéndote con las montañas del otro lado de
la sierra; ascender por ellas hasta tocar con la vista el cielo azul, infinito,
y pasar a las nubes que estaban calmas.
Fue entonces, cuando
al extender tus palmas con los dedos abiertos para tratar de alcanzar los
cúmulos que estaban sobre tu cabeza —iluso—, como si se tratara de pequeñas
bolas de algodón, o de montículos de nieve, que se desprendió la roca sobre la
que estaba apoyado tu pie izquierdo al borde del peñasco, haciéndote perder el
equilibrio, para tu desgracia hacia adelante, sin poder hacer algún intento de
asirte de un arbusto (porque no lo había), o del vacío, desplomándote por los
aires, con el único consuelo que tu mirada se quedó atrapada en la hermosura de
las tonalidades de verde y ocre de la sierra, como si no cayeras y flotaras en
espacios de tiempo que transcurrían lentamente, tan lentamente que ni te
percataste del momento en que se transformaron en escenas que se sucedían una
tras otra vertiginosamente, viendo pasar como ráfagas los pájaros que volaban
por sobre las copas de los árboles, luego —de ellos—, sus ramas, sus troncos.
Despertar —según
creías—, sólo para ver tu cuerpo, desquebrajado, deshecho, roto, y tus ropas
rasgadas a jirones. Pero no. Permanecías inmóvil sin ni siquiera poder alargar
un dedo, mover un párpado, o sentir la última sangre que de seguro escapaba
todavía de lo que quedaba de tu cráneo.
No llorar, porque ya
no hubieras podido. Sí implorar a algo, a alguien, que necesitabas seguir vivo,
porque había alguien a quien le importabas, a quien le hacías falta, mucho.
Pedir una oportunidad más, una sola, contada en días, en lunas nuevas, en
mareas bajas, o en lo que fuera. Sentir que una lágrima se te escapaba y
resbalaba lenta, lenta, por lo que fue tu cara.
Escuchar una voz,
clara, diáfana, envuelta en una mínima luz que se transparentaba a través de
tus párpados, y te decía despacio, en voz baja, casi imperceptible: Tres años.
Ver como esa luz se
agrandaba y se tornaba cálida, radiante. Entreabrir los ojos y encontrarte
tirado sobre hojas secas que te rodeaban como si estuvieran abrazándote. Doblar
levemente el cuello y divisar, sobre el pecho, tu overol nuevo de ese día, sin
manchas, sin rastros de sangre. Recargar luego, por un momento, la cabeza en el
suelo, oyendo como apenas crujían las hojas al contacto con tu pelo, cual si
estuvieran lejanas. Expirar suavemente para vaciar el aire que aún llenaba tus
pulmones, para comenzar tímidamente, aún con miedo, a mover un dedo, luego
otro, la muñeca derecha, los brazos. Recorrer con tus palmas tu cuerpo,
comenzando con los hombros; bajarlos hacia tus músculos, apretándolos, y
sentirlos como si nada hubiera pasado. Luego llevarlas a tu pecho, a tu
vientre, a tus piernas, para en un movimiento del torso quedar medio sentado,
encogidas las piernas, dobladas las rodillas, observando el moño de las
agujetas de tus botas. Suspirar hondo antes de levantarte. Mirar hacia atrás,
hacia la montaña. Observar la peña majestuosa en donde hace unos instantes —creías,
haber estado parado—. Quedarte pensativo un segundo. Sentir que fue un sueño,
una pesadilla —quizás, cansado, te quedaste dormido—. Echarte a reír como un
tonto, como un desquiciado, con unas carcajadas sordas, de una alegría
incontenible que explotaba dentro de tu cuerpo, huyendo por tus pulmones,
llegando hasta tu boca, tus ojos, tu cara, desdibujándolos; dar un brinco de
gusto, para después ya sosegado, recordar otra vez la misma voz que te decía
despacito: Tres años. Esta vez lejana.
Bajar la mirada al suelo; incrédulo, identificar como entre las hojas rotas, en
la hendidura del piso, se dibuja, clara, una silueta. La tuya. Ver entonces
como las ramas secas se mueven, se reacomodan las hojas, se comienza a
desvanecer la hendidura del suelo, hasta que no queda rastro de donde crees que
cayó tu cuerpo, y la hojarasca se vuelve una sola.
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