Carlos Ruíz Zafón. La Sombra del Viento
Compré tu libro.
Bueno... Quiero decir el mismo
que leías en el avión. La Sombra del Viento, de Carlos Ruiz Zafón. Sí,
en el aeropuerto. Quizás, en el mismo lugar. Frente a la entrada a los
mostradores de la United. Al leer el título ―otra vez―, me quedé pensando si en
realidad era posible que el viento tuviera sombra, una sombra. Me remonté
entonces a los días de mi pasado, al borde de acantilados, en la cima de
montañas, en calurosas sabanas, surcando los cielos en mi ala delta, y nunca vi
una sombra, su sombra.
Baste decir que se me
hizo una eternidad el tiempo que le llevó al piloto tomar pista y anunciar por
el altavoz que ya estábamos a no sé qué tantos pies de altura, para poder sacar
mi neceser de abajo del asiento y tomar el libro de Zafón.
Al recorrer los
renglones de las primeras páginas me pareció percibir que por ellas, ya habían
pasado tus ojos. ¿Qué extraño? Nunca antes tuve una percepción igual; tanto,
que me pareció una sensación extraña; pero maravillosa. Nunca antes al leer un
texto, un libro, percibí lo que otros ojos, lo que otras almas dejaron o se
llevaron al pasar por las mismas letras, por las mismas palabras, por las
mismas nostalgias y melancolías, por los mismos pasajes de lo desconocido; ya
fuera en días cercanos o en épocas lejanas, muy lejanas.
¿Igual pasará con lo
que yo escribo? ―me pregunté―. Seguro que sí, respondí como si yo mismo
estuviese sentado al lado del escritorio de este cuarto de hotel; y me quedó
claro que los libros no los hacen los autores, sino sus lectores. Sin ellos se
desvanecen, se van al Cementerio de los Libros Olvidados. Con ellos, cobran
vida. Los dedos de las manos y las niñas de los ojos tienen esa magia, el poder
de revivir a los personajes que el autor dio aliento y palabras.
¿A dónde estás? ¿Qué
ha sido de ti? ¿A qué país lejano llegaste? ¿En qué página del libro vas? ¿Te
has enterado ya del engaño de Clara, y has oído hablar de Isabelita? No lo sé.
Han pasado apenas unos días y yo ya casi olvidé los detalles de las
facciones de tu cara. Lo acepto porque sé que las penumbras de los asientos de
avión no garantizan recuerdos. Sin embargo, me acuerdo perfectamente de la
forma en que tu mano sostenía el libro de Zafón, la pierna cruzada; cómo lo
aprisionabas contra tu pecho mientras dormías. Te recuerdo leyéndolo, sin saber
entonces que otro día, yo, como tú, en un avión como cualquier otro que se
dirige hacia donde la nieve comienza paulatina e irremediablemente a apoderarse
de las calles y los campos, estaría leyéndolo bajo un cono de luz, perdiéndome
en esa manera especial que tiene Zafón de describir los pasajes de la vida.
―Daniel, lo que vas a
ver hoy no se lo puedes contar a nadie ―advirtió mi padre―. Ni a tu amigo
Tomás. A nadie.
―¿Ni siquiera a
mamá? ―inquirí yo, a media voz.
Mi padre suspiró,
amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la
vida.
―Claro que sí
―respondió cabizbajo―. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo
todo.
Poco después de la
guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La enterramos en
Montjuïc el día cuarto de mi cumpleaños...
Dejo el libro a un
lado. Ahora, en mi cuarto de hotel ―agradable, pero sin gracia, como cualquier
otro―, sigo por mi parte acumulando poemas.
Algunos me llegan en un instante, y otros, me llevan una vida
terminarlos.
…. ∞... ɷɷɷ …. ϰϰϰ …. ɷɷɷ... ∞ ….
Sucede
Sucede
que algunas veces
Pienso en ti.
Sin que sean precisamente
Aquellas en que estás conmigo.
En las que te veo reír,
en las que te oigo caminar
en el cuarto contiguo,
en las que escucho caer
el agua de la regadera,
resbalando por tu cuerpo.
Sino aquellas…
Cuando más lejos
de mí... estás.
Ya sea en la distancia...
Ya sea en la indiferencia.
Entonces es
Cuanto más
te extraño
Y cuanto más...
Pienso en ti.
José F. Viveros 27
noviembre 2010
Comentarios
Publicar un comentario