Carlos Ruíz Zafón. La Sombra del Viento

Una semana. O para ser preciso, ocho días después; me acuerdo de ti. Esta vez el avión no me lleva a la capital del país vecino al mío; pero sí a Chicago, como puerto de paso hacia el norte, hacia el país del frío ―como le llamo yo―, a Ottawa, su capital.

Compré tu libro.  Bueno...  Quiero decir el mismo que leías en el avión. La Sombra del Viento, de Carlos Ruiz Zafón. Sí, en el aeropuerto. Quizás, en el mismo lugar. Frente a la entrada a los mostradores de la United. Al leer el título ―otra vez―, me quedé pensando si en realidad era posible que el viento tuviera sombra, una sombra. Me remonté entonces a los días de mi pasado, al borde de acantilados, en la cima de montañas, en calurosas sabanas, surcando los cielos en mi ala delta, y nunca vi una sombra, su sombra.

Baste decir que se me hizo una eternidad el tiempo que le llevó al piloto tomar pista y anunciar por el altavoz que ya estábamos a no sé qué tantos pies de altura, para poder sacar mi neceser de abajo del asiento y tomar el libro de Zafón.

Al recorrer los renglones de las primeras páginas me pareció percibir que por ellas, ya habían pasado tus ojos. ¿Qué extraño? Nunca antes tuve una percepción igual; tanto, que me pareció una sensación extraña; pero maravillosa. Nunca antes al leer un texto, un libro, percibí lo que otros ojos, lo que otras almas dejaron o se llevaron al pasar por las mismas letras, por las mismas palabras, por las mismas nostalgias y melancolías, por los mismos pasajes de lo desconocido; ya fuera en días cercanos o en épocas lejanas, muy lejanas.

¿Igual pasará con lo que yo escribo? ―me pregunté―. Seguro que sí, respondí como si yo mismo estuviese sentado al lado del escritorio de este cuarto de hotel; y me quedó claro que los libros no los hacen los autores, sino sus lectores. Sin ellos se desvanecen, se van al Cementerio de los Libros Olvidados. Con ellos, cobran vida. Los dedos de las manos y las niñas de los ojos tienen esa magia, el poder de revivir a los personajes que el autor dio aliento y palabras.

¿A dónde estás? ¿Qué ha sido de ti? ¿A qué país lejano llegaste? ¿En qué página del libro vas? ¿Te has enterado ya del engaño de Clara, y has oído hablar de Isabelita?  No lo sé.  Han pasado apenas unos días y yo ya casi olvidé los detalles de las facciones de tu cara. Lo acepto porque sé que las penumbras de los asientos de avión no garantizan recuerdos. Sin embargo, me acuerdo perfectamente de la forma en que tu mano sostenía el libro de Zafón, la pierna cruzada; cómo lo aprisionabas contra tu pecho mientras dormías. Te recuerdo leyéndolo, sin saber entonces que otro día, yo, como tú, en un avión como cualquier otro que se dirige hacia donde la nieve comienza paulatina e irremediablemente a apoderarse de las calles y los campos, estaría leyéndolo bajo un cono de luz, perdiéndome en esa manera especial que tiene Zafón de describir los pasajes de la vida.

 

―Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie ―advirtió mi padre―. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.

―¿Ni siquiera a mamá?  ―inquirí yo, a media voz.

Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.

―Claro que sí ―respondió cabizbajo―. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.

Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La enterramos en Montjuïc el día cuarto de mi cumpleaños...

 

Dejo el libro a un lado. Ahora, en mi cuarto de hotel ―agradable, pero sin gracia, como cualquier otro―, sigo por mi parte acumulando poemas.  Algunos me llegan en un instante, y otros, me llevan una vida terminarlos.

 

    …. ∞... ɷɷɷ …. ϰϰϰ …. ɷɷɷ... ∞ ….

 

 

Sucede

Sucede

que algunas veces

Pienso en ti.

 

Sin que sean precisamente

Aquellas en que estás conmigo.

 

En las que te veo reír,

en las que te oigo caminar

en el cuarto contiguo,

en las que escucho caer

el agua de la regadera,

resbalando por tu cuerpo.

 

Sino aquellas…

Cuando más lejos

de mí... estás.

 

Ya sea en la distancia...

Ya sea en la indiferencia.

 

Entonces es

Cuanto más

te extraño

 

Y cuanto más...

 

Pienso en ti.

 

 

José F. Viveros    27 noviembre 2010

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