Carlos Ruíz Zafón
Si alguien ayer me
hubiera preguntado: ¿Cuántos años vas a vivir? Le hubiera respondido
inmediatamente, noventa y cinco. Hoy que me enterado de la muerte de Zafón, sé
que no llegaré tan lejos. Si logro rebasar los años que vivió mi padre, setenta
y dos, me daré por satisfecho.
Así que ya he tomado
providencias. Al salir del trabajo, pasé a una papelería a comprar cien
lápices, cinco navajas afiladas, ocho gomas de mija suavecitas y veinte
cuadernos hoja blanca casi sepia, de los más baratos, para no dejar de escribir
mañana, tarde y noche.
Quiero pensar que
Zafón me dejó una encomienda. Retratar esos sentimientos que se almacenan muy
dentro del alma, no sólo de la mía; sino de la de todos con quien me tope en lo
que me quede de vida; y con ellos inventar historias de esas que suceden cada
día, pero que nadie se atreve a contar, porque avergüenzan, porque son
prohibidas.
También mañana iré a
comprarme unos ocho pares de tenis de esos de los cómodos para comenzar a andar
el mundo de arriba abajo; empezaré por lo cercano y en cuanto pueda mandar el
trabajo al carajo, me iré a un continente al otro lado de la Tierra, donde me
comunique con señas y luego con escasas palabras como si fuera un niño de un
año, para ver un mundo para mí desconocido, para probar sabores y sensaciones
nuevas.
¿Por qué tuvo que irse
Carlos? Cuántos personajes se quedaron esperando en su mesa de trabajo, cuántos
amoríos clandestinos acallaron sus voces, cuántas historias quedaron pendientes
en su tintero...
Para no dilatar esa
tarea, empezaré a escribir en esta tarde. No siempre serán historias alegres y
floridas, porque la desesperación y la desesperanza también se han arraigado en
nuestras almas.
Sale, pues. Me voy a
estrenar mis lápices nuevecitos y mis cuadernos de hojas sepias.
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